El 3 de junio era un típico domingo en la aldea de San Miguel Los Lotes, donde residentes participaban en sus actividades habituales de fin de semana.
Caminando sobre la aldea, se puede imaginar a los niños jugando fútbol, las madres calentando tortillas en una plancha, los abuelos viendo la televisión, y a jóvenes montando bicicletas en las calles sin pavimento. Los niños ayudando a sus madres a tender ropa para secar antes de que la lluvia estacional comenzara por la tarde.
Elmer Vásquez, de 49 años de edad, fue uno de los que salió a caminar ese día, miraba sus parcelas de jardín, cuando escucho la primera explosión del Volcán de Fuego a la 1 p.m. Su esposa estaría de regreso en casa para cocinar el almuerzo, sus cinco hijos estarían en casa también, terminando tareas de las clases del lunes.
Pero pronto, todo eso terminaría en una gran pared de ceniza caliente que descendía de la montaña; Vázquez intentó retornar a casa, sin éxito.
La comunidad fue rápidamente sepultada bajo una ola de cenizas calientes y escombros, creando una escena de muerte y desesperación.
Extrañamente, señales de la calma de ese domingo por la mañana, quedaron congeladas bajo los escombros.
En una casa, todavía se ven un sartén y una espátula en la estufa, que ahora está cubierta de cenizas.
Ahora solo quedan los restos de un desayuno típico en la zona rural de Guatemala, una canasta de tortillas, un plato de frijoles, y tazas de café, que todavía están sobre una mesa, cubiertas de ceniza volcánica oscura y arenosa.
Una bicicleta, un camión, un ventilador, camas, refrigeradores, una estufa, todo enterrado bajo cenizas, que en algunos lugares, alcanza a 10 pies (3 metros) de profundidad. En otros lugares, como el interior de algunas casas más protegidas, la manta de ceniza puede variar desde unos pocos centímetros, hasta más de medio metro.
Las huellas de los habitantes, un cepillo de dientes, o cestas de plantas colgando, hablan de personas que nunca volverán.
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